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Belleza y paseo como formas de disciplina

Los espacios públicos del París haussmaniano generan cierta controversia: abren la ciudad, pero a su vez la ordenan con una connotación negativa; democratizan la experiencia urbana, pero lo hacen dentro de un marco de regulación. A los parques, avenidas y plazas se los presentó como lugares de encuentro y bienestar, aunque en su diseño siempre existía cierta intención política, como “escenarios del ocio burgués, planificados para enseñar a comportarse” (Saalman, 1971). El paseo, la observación y el consumo se convirtieron en prácticas civilizadas, donde cada movimiento estaba pautado por la forma del espacio. La ciudad moderna no solo ofrecía lugares para estar, sino también determinadas maneras de estar.

Los parques, como por ejemplo el Bois de Boulogne o el Parc des Buttes-Chaumont, trajeron consigo cierta sensibilidad urbana en la que el Estado ubica a la naturaleza como parte del orden urbano. El paisaje, aparentemente libre, responde a una lógica de previsión y dominio. Todo lo que parecía espontáneo estaba planificado muy cuidadosamente: los senderos, las visuales, los recorridos, e incluso la naturaleza se volvió previsible. 

En el plano cultural, la ciudad moderna se convierte en un escenario de observación. Baudelaire, testigo de la transformación, ve en él flâneur la figura del espectador que mira sin ser parte, por lo que “el flâneur es el producto de la ciudad que lo absorbe y lo excluye a la vez” (Walter, 2005). Caminar se vuelve una forma de mirar, y mirar, una forma de ejercer poder, ya que el observador es obligado, indirectamente, a apreciar lo que lo rodea desde una perspectiva alejada. Esto se debe a que transita un espacio ordenado, higienizado y visualmente controlado: su libertad aparente se produce en el mismo marco de una ciudad planificada para la circulación y la vigilancia. De este modo, el flâneur simboliza la ambigüedad del sujeto moderno, el cual es libre en su desplazamiento, pero condicionado por el diseño del espacio y por la lógica del capital. Su mirada crítica y contemplativa traduce el conflicto entre el individuo y la multitud, entre la experiencia subjetiva y la racionalidad impuesta por la ciudad moderna.

Las mismas calles que antes servían para la revuelta se transforman en espacios para ver y ser visto, donde la experiencia urbana pasa a estar mediada a través de la estética y el consumo. La belleza, en el siglo XIX, deja de ser solo un valor estético y se convierte en una norma de comportamiento. Lo bello se asocia a lo correcto, y lo correcto, a lo ordenado.

Entonces, podemos decir que el plan Haussmann en París no solo construyó espacios públicos, construyó una nueva manera de habitar lo colectivo. Los parques, los bulevares y las plazas fueron las primeras maneras de educar el orden moderno, donde la ciudad enseñaba cómo debía moverse, mirar y desear su población. La belleza se volvió una forma de obedecer y, el paseo, una práctica política.

La vida cotidiana en un boulevard parisino del siglo XIX, donde el paseo, la moda y el encuentro público se vuelven símbolos de modernidad.

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