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CONCLUSIÓN

El estudio de la arquitectura virreinal en México nos permitió comprender que el proceso de colonización no fue una simple superposición de modelos europeos sobre un territorio “vacío”, sino una transformación compleja y conflictiva, donde los pueblos originarios fueron dominados y también actores activos en la reconfiguración simbólica, espacial y material del nuevo orden. La fundación planificada de Puebla, la adaptación de Cholula como ciudad indígena transformada, y las estrategias arquitectónicas desarrolladas en espacios como el Convento de Huejotzingo o la Parroquia de San Andrés nos muestran que la arquitectura fue un instrumento fundamental para generar el poder colonial, pero también un escenario dinámico de apropiación cultural, hibridación estética y resistencia simbólica frente al orden impuesto.

La idea de “transculturación”, lejos de ser un simple sinónimo de mezcla, permite ver cómo las formas materiales y los dispositivos arquitectónicos se convirtieron en escenarios de negociación entre cosmovisiones distintas. Como sostienen autores como Ramón Gutiérrez o Bergallo, el barroco americano no se puede leer como una copia de modelos europeos, sino como una respuesta original y situada, nutrida de la vitalidad de los pueblos originarios. En ese sentido, tanto en Huejotzingo como en San Andrés podemos ver dos escalas distintas de un mismo fenómeno: una más impositiva, monumental y doctrinal, y la otra más horizontal, cargada y comunitaria.

También, la organización del territorio (desde la lógica reticular de Puebla o la ocupación ancestral de Cholula) nos obliga a leer la ciudad como un palimpsesto donde las huellas indígenas no fueron del todo borradas. Al contrario, persisten en la traza urbana, en la manera de usar los espacios, en los ritmos del culto y en la estética de los detalles. Como se afirma en “Decolonialidad originaria”, el territorio fue y sigue siendo “un campo de disputa entre memorias, cuerpos y símbolos”.

Entonces, podemos decir que la arquitectura virreinal en México no se puede analizar únicamente como expresión del poder colonial, sino también como testimonio de una historia de tensiones, apropiaciones y persistencias. Estos edificios no son solo espacios religiosos: son dispositivos culturales que condensan las contradicciones de una identidad mestiza y nos obligan a mirar el pasado no con nostalgia, sino con profundidad crítica.

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